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A medida que pasan los días voy dándome cuenta de lo afortunada que soy de seguir viva.

Una bendita decisión en un instante preciso quiso que no cruzara del lateral derecho de las Ramblas hacia el centro.

A partir de ahí, las imágenes de horror se suceden. El grito ensordecedor de la multitud al inicio de las Ramblas nos avisa que algo no va bien.

Una multitud que corre aglomerada hacia un lado por la brutal presencia de una furgoneta blanca que se ha incorporado al centro de las Ramblas y que embiste contra todo y todos.

El terrible sonido del impacto de los cuerpos contra esa furgoneta, los gritos y la velocidad que ésta lleva al bajar por la arteria más transitada de mi ciudad es impactante, tremendo.

La consciencia del espacio y del tiempo en ese momento es otra, mi cuerpo y mi mente van disparados, sin saber ni entender bien qué está pasando, por qué está pasando y….para qué.

A medida que van pasando los segundos, la vista ha de acostumbrarse a algo muy dramático que no suele ver, a unas sensaciones que no reconoce, y a un espacio de dolor colectivo muy grande.

Mi ciudad estaba sumida en el caos más absoluto.

Al poco, empezaron a aparecer los cuerpos policiales y de ayuda sanitaria y empezaron a apartarnos a todos del centro de las Ramblas para que nos quedáramos refugiados en alguna tienda, bar, restaurante o farmacia como fue mi caso.

El estado de shock en el que estábamos la mayoría era evidente, nuestros ojos así lo reflejaban. Mirabas a cualquier persona que estaba allí contigo y su mirada era un espejo de tu sentir, el sentir del desconcierto, del dolor, del miedo.

Las muestras de colaboración por parte de la ciudadanía con los cuerpos de seguridad iban al unísono. Por encima de criterios y creencias personales funcionábamos todos con la misma expresión colectiva que nos unía y nos hacía más fuertes.

Tal y como nos ordenaron, nos metimos en el interior del lugar más cercano al que estuviéramos, en mi caso, la farmacia Nadal que acogió a unas 20 personas.

Al principio, este lugar servía para abastecer a los heridos con lo más básico: gasas, alcohol…. Primero, con la persiana abierta pero, instantes más tarde y siguiendo órdenes, con la persiana bajada, con la única salvedad que esa persiana no nos impedía ver qué pasaba en el exterior.

Poco después, unos gritos de alerta de los servicios de emergencias piden que subamos la persiana y abramos la puerta para entrar el cuerpo de un niño de unos 7 años.

Jamás olvidaré ese momento y la inmensa tristeza que provocó en todos los que estábamos allí. Era una escena que sacudió todo mi cuerpo y desbordó todas mis emociones.

Un niño que entró solo, del que no sabíamos nada y al que entraron a identificar momentos más tarde una pareja descartando, con una cara desencajada, que ése no era su hijo.

La empatía con todo lo que allí sucedía te desmontaba, te hundía y no sabías cómo recolocarlo. Eran demasiadas vivencias intensas y dolorosas.

No quería creer lo que allí había pasado, no quería creer que ese chiquilín ya no tenía vida, era incapaz de creérmelo y, sobre todo, no dejaba de preguntarme: para qué, qué sentido tiene todo esto que estamos viviendo, no lo entiendo.

Las lágrimas se apoderaron de la mayoría que estábamos allí mientras el cuerpo de ese chiquilín estaba con nosotros en el interior de la farmacia. Con nosotros estuvo durante….¿hora y media? ¿dos horas? No lo sé exactamente porque el concepto del tiempo allí se disipó completamente.

Pero sí recuerdo la congoja que nos provocó verlo salir en brazos de agentes de la Guardia Urbana para llevárselo. La absurdidad y la locura humana se había llevado por delante la vida de un ser tierno e inocente.

Una vez más sentía lo frágil que es la línea que separa la vida de la muerte.

Seguíamos en la farmacia, allí estuvimos durante algo más de 4 horas con algo de agua y algún caramelo y la vista puesta en el exterior donde todo y nada pasaba, donde la incertidumbre se apoderaba por momentos de tu mente y te jugaba malas pasadas al escuchar el sonido de algún tiro, al ver correr a los diferentes cuerpos de seguridad de un lugar a otro del incidente y al sentir claramente el miedo recorrer tu cuerpo.

Todo sucedía en ese preciso momento, todo lo que sentía era presente, era el ahora, porque no importaba nada más que eso, y soy consciente que no estuve más que por eso.

De gran ayuda fue para mí mirar y compartir algún momento con unos niños franceses que estaban allí, grandes maestros del aquí y ahora, sin más.

Parecía que algo en el exterior se iba calmando, poco a poco, y era probable que nos dijeran alguna cosa. Y así fue.

Más allá de las 9 de la noche, un Mosso d´Esquadra se dirigió a nosotros para decirnos que, en breve, podríamos salir de allí.

Ese esperado momento llegó, la persiana se subió y los agentes entraron a pedirnos la documentación y número de móvil antes de salir.

Cuando puse el pie en el exterior me quedé congelada mirando a mi alrededor. A un lado y a otro el paisaje era desolador y las Ramblas, esa arteria urbana por la que transitaban diariamente tantas vidas, estaba desértica, desangelada y paralizada por todo lo vivido.

Se nos ordenó ir por unas calles concretas, y así nos fuimos todos, desfilando con sigilo y mucho miedo y dejando atrás la zona afectada por el horror de un ataque terrorista.

He sentido el horror absurdo del terrorismo en mi ciudad.

Pero también he sentido la unión, la empatía, la valentía y la solidaridad del ser humano en momentos trágicos en los que nos mirábamos a los ojos y nos comunicábamos a través del corazón.

Este triste episodio vivido va conmigo, y creo que nunca lo olvidaré.

Mi recuerdo más sincero a todas las víctimas de este terrible atentado en mi ciudad, Barcelona, y en especial a Julian.

Aquí lo dejo….por el momento….

Algo sobre lo que nunca creí que escribiría.

Marta Palencia-Lefler

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